Iker ORTIZ DE ZARATE
Luces y sombras. La ténebre amenaza de la guerra, la oscura tumba de un olvido motivado por la política y la moral de un tiempo (perpetuado hasta hoy) que no supo comprender ni avanzar hacia la luz de la razón, la luz de la cultura, del humanismo ilustrado... de una nueva era de progreso. Entre aquella amarga oscuridad impuesta, enquistada en el pasado, y su anhelado amanecer a un nuevo tiempo, truncado por la realidad que se impuso dramáticamente, vivió su existencia María Pilar de Acedo y Sarriá, marquesa de Montehermoso.
Un intencionado olvido ceniciento la apartó de nuestra memoria colectiva, quedando de ella apenas la injusta leyenda de su furtivo amor adúltero con José I Bonaparte. Pierde poco quien no es recordado, pues nuestra felicidad en vida no depende, ciertamente, de cómo contemplan nuestra estela los ojos de las generaciones que nos suceden. Pierde mucho más quien no recuerda, quien no atesora para su memoria del ayer y su aleccionamiento frente al futuro, el legado de quienes le han precedido en el curso de la Historia. Vitoria-Gasteiz perdió mucho más al desterrar a su marquesa que ella al marchar a su exilio francés en el cercano Carresse del que nunca podría regresar, dolor que anidó en su corazón hasta el final de sus días en esta tierra.
Jose I Bonaparte.
Foto: CC BY - Wicar.
Conocí la existencia de nuestra marquesa accidentalmente, en una visita guiada que como turista realicé a la hermosa Vitoria-Gasteiz. Aquella breve pincelada sobre el romance entre la marquesa y el rey se me antojó fantasía. Si aquella relación, ¡consentida por el esposo de la marquesa!, había tenido realmente lugar... ¿no habría de ser la marquesa recordada en la ciudad como un personaje histórico, cuando menos, singular? Casada, madre de una hija... ¡y amante del rey José I Bonaparte! Aquello debía ser una invención, o el vago recuerdo de lo que hubo de ser apenas un mero coqueteo, un escarceo o quizá un bulo sin fundamento, uno más de cuantos han podido oírse, a través de los siglos, en las plazas de la ciudad, en sus calles, tras sus miradores.
Sin saber hasta qué punto la marquesa iba a traerme felicidad, comenzando por la fascinación que ejerció sobre mí su biografía, comencé a fantasear y a tejer el proyecto de recuperación de su figura para la memoria histórica de Vitoria-Gasteiz y de nuestro tiempo. Me sorprendía, animaba y al mismo tiempo urgía a actuar el hecho de que nadie, hasta hoy, hubiera escrito sobre ella. Que nadie hubiera jugado a imaginar, a escribir, a crear bajo la inspiración de su existencia excepcional... Todos los ingredientes invitaban a ello: romance, adulterio consentido por el marido, intriga palaciega, ambición, artes, ilustración, exilio, guerra...
Y así comenzó mi camino hacia la marquesa, compartiendo mi fiebre únicamente con mi madre, Teresa Ibáñez, confidente y partícipe de esta aventura desde el principio. La escritura de “Vittoria”, de la que la marquesa es protagonista, se demoraba sin embargo en el tiempo... nunca por decaimiento del interés, sino por la vorágine de mi profesión.
Pero hoy, el proyecto de recuperación de su memoria es un hecho. Con la colaboración impagable de quienes lo han hecho posible, no solo desde el teatro, sino desde distintas disciplinas humanísticas y artísticas.
La marquesa quiere volver a Vitoria. A esa Vitoria que dejó atrás aquel 21 de junio de 1813 envuelta en lágrimas, símbolo ella misma de la derrota de las aspiraciones bonapartistas en la península y anuncio del principio del fin de Napoleón en Europa. A esa Vitoria donde habitó un palacio cuyas habitaciones recreó con fidelidad en su castillo de Carresse, en el Béarn, paisaje que mecería sus últimos cincuenta años frente a las caudalosas aguas del Olorón, “indómito como ella”, tal y como describe Alexis Ichas, su único biógrafo hasta hoy.
La marquesa vivió una existencia excepcional. Nacida en Tolosa y criada en Vitoria desde su primera infancia, emparentaba con la nobleza francesa y española. Educada entre su querida Vitoria y Aranjuez, donde compartiría preceptores, juegos y confidencias con Teresa Cabarrús, María Pilar de Acedo y Sarriá mantuvo durante toda su vida el euskera como lengua familiar, tanto con su hija Amalia como con el servicio, lo que quedó documentado por la prefectura francesa que vigiló sus pasos y los de tantos exiliados como huyeron a Francia ante el retorno de Fernando VII, aquel rey infausto que condenó a quienes defendieron su regreso al trono a doscientos años de retraso respecto a Europa, comenzando por reinstaurar la Inquisición... ¡en pleno siglo XIX! La marquesa hablaba también castellano y francés con la perfección de un jurista, dominando el idioma italiano y el inglés. Amante de las artes y la cultura, tenía gran capacidad de conversación, fino sentido del humor, cualidades para la música... y para la seducción. Supo unir amor y negocios, y forzar las voluntades de aquellos gobernadores locales contrarios a sus deseos o aspiraciones, amparándose en su calidad de protegida y favorita oficial del rey José I Bonaparte en ausencia de la esposa de éste, la reina Julie, que había permanecido en Francia durante la estancia del “rey filósofo” en la península.
El rechazo español a su presencia en Madrid hizo a José buscar un refugio próximo a la frontera francesa. Eligió Vitoria, y María Pilar lo eligió a él. La marquesa de Montehermoso supo aprovechar el encaprichamiento del rey con una de sus doncellas para tejer hábilmente la red que hizo caer al monarca en sus brazos. Seis años de amor que terminó amargamente en el exilio, en París, ya con la oposición de Napoleón y de la propia esposa de José, la reina Julie, que no veía con buenos ojos la perpetuación del romance de su esposo en su propia tierras, menos aún por cuanto tal relación traía a la memoria de Francia la terrible derrota sufrida frente a España.
Catedral de Vitoria.
Foto: CC BY - Fernando López.
María Pilar de Acedo y Sarriá, ambiciosa, libre y piadosa, mujer de contrastes difíciles de comprender, no fue una mujer política, por más que fue evidente su interés en la política de su tiempo y su compromiso con sus ideales; la Igualdad, Libertad y Fraternidad que alumbró la Revolución. Esta mujer humanista y preocupada por sus coetáneos, debe ser vista como una mujer que amó.
Separada de José y en el exilio, la gran dama dejó París y se refugió en su castillo de Carresse, que adquirió previendo que aquel destierro sería tu destino, perseguida por Wellington y Álava por alta traición. Allí, en Carresse, vivió la marquesa hasta su muerte. Y allí fructificó generosamente. La que hasta hoy ha sido interesadamente recordada en Vitoria-Gasteiz como una mujer frívola y de dudosos principios, supo defender su patrimonio y hacerlo crecer, convirtiéndose en una de las principales fortunas de Francia. Pero no olvidó a quienes compartieron con ella su tiempo... sin compartir sus privilegios. Porque la marquesa, ya condesa de Echauz al recuperar su título de doncella cuando le fue arrebatado su marquesado por la Justicia de Vitoria, instauró en su Carresse de adopción la sanidad pública universal, y así, cada mes, ella se hacía cargo de la factura del médico y del farmacéutico del pueblo, pagando cuantas atenciones precisaban aquellas personas que no podían costearse la cura de sus males. Construyó también una escuela para niños y niñas, realizó innumerables mejoras en urbanismo y saneamiento... y todo ello con una condición, recogida en las actas municipales de aquel pequeño pueblo: que nunca se le rindiera ningún tipo de homenaje por ello, que ninguna placa la recordase nunca como la benefactora que fue. ¿Piedad, compasión, conciencia social de una mujer adelantada a su tiempo? María Pilar, vivido ya todo en la total libertad de su juventud más allá del pobre ajusticiamiento político y moral del que fue objeto por parte de los espíritus pequeños de la época, florecía así dejando una estela de incuestionable altura ética.
¿Sería todo ello un acto de contrición, la penitencia de un alma arrepentida por un pasado del que renegaba? —podría pensarse, moviéndonos quizá la tentación de hacer un juicio fácil. No lo parece. Extraordinaria en la amplitud de sus horizontes, María Pilar siguió disfrutando del amor hasta el final. Porque, habiendo enviudado durante su relación con José (su esposo Ortuño de Aguirre y Corral falleció en París, a donde había acompañado a este último, precisamente, con ocasión del bautizo del hijo de Napoleón), la marquesa de Montehermoso (ya condesa de Echauz) contrajo segundas nupcias con un apuesto húsar de Su Majestad, Amadeo de Carabène, que la acompañó hasta el fin de sus días, al igual que estuvo siempre junto a ella su hija Amalia de las Nieves quien, a pesar de los esfuerzos de la familia del difunto marqués por separar a ambas mujeres, adoró siempre a su madre y compartió con ella largas temporadas en Carresse, donde cerró también sus ojos por última vez.
Entre la oscuridad y la luz, ganó la claridad, ganó la libertad, ganó el amor. Como ganó su lugar en nuestra memoria quien hizo de todo ello su bandera, una mujer sobrepasada por el torbellino de una época convulsa, una dama que pudo haber tenido el mundo a sus pies, si la locura de los hombres no hubiera decidido que fuera de otro modo: María Pilar de Acedo y Sarriá, Marquesa de Montehermoso.
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